La fiebre azul


Hay que estar alerta. Es preciso que la ousculte y medique a todas horas. Y no para inmunizar o prever el supuesto contagio, sino tan solo para que no sospeche nada. El miedo a la fiebre azul es lo único que la mantiene a mi lado. Hay que convencerla de mi voluntad inquebrantable de protegerla contra esta enfermedad imaginaria. Debe creer que yo, y solo yo, estoy dispuesto a esterilizar continentes enteros antes de verla enfermar. Y todo este dineral gastado en guantes de látex, sueros, mascarillas, y material quirúrjico del que desconozco el nombre, estará bien invertido mientras la siga manteniendo aterrada. Engañada y asustada, quizás, pero todavía mía. La parte vital del plan no es hacerle creer que una pandemia azota el mundo el día después de pedirme el divorcio, ni tampoco evitar sus carcajadas al mostrarle el falso protocolo de evacuación en una presentación en power point con fotos de gatitos. Lo más importante es evitar que acuda a un médico titulado que eche por tierra tanto esfuerzo, tanto engaño, con sus maldita jerga técnica. Es necesario mantener la ilusión, que crea, por el máximo tiempo posible, que mis placebos valen más que la mejor de las vacunas. Y es que quizás los curanderos no seamos tan fiables y respetados como los médicos convencionales, pero cuando se trata de vender humo nuestros tratamientos son, con diferencia, los más vistosos de la profesión.

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