Poco o
nada queda ya del triste y curioso reinado del emperador Literatura
I, y menos mal. Se dice que llegó al poder ocultando su verdadero
rostro. Era un fascista/racista/machista/narcisista confeso, pero no
mostró su peor faceta hasta que fue demasiado tarde. Ni sus más
allegados podían imaginar que en realidad era el peor de los
monstruos. Ni su mujer intuía que pudiera ser un escritor frustrado.
Ahora
sabemos que antes de ejercer su mandato escribía necrológicas.
Que redactaba recetarios de cocina para distribuir en cursos
gratuitos para jubilados. Una vez coronado, adoptó el apodo real de
Literatura I, paladín de las letras y emisario de la sensibilidad
escrita. Y obligó a todo el reino a alabar sus obras más bien
reguleras. Tampoco es que fueran un dirigente tan terrible. Durante
su reinado se consiguió una buena estabilidad económica y se
redujeron los indices de criminalidad hasta cuotas casi soñadas. El
hombre gobernaba más o menos bien con una corona de papel en forma
de libro abierto en la cabeza, y se contentaba con enviar Haikus y
pequeños relatos a editoriales que inmediatamente le publicaban con
críticas excelsas. Fue entonces cuando un editor clásico, al que le
faltaban dos días para jubilarse, decidió mandar una carta al
gobernante advirtiéndole que sus obras eran peor que las de P.
Coelho. Al día siguiente empezó la etapa que se suele conocer como
el terror.
El
emperador Literatura I decidió que no quería contrincantes, que ni
siquiera quería competición alguna. Buscó y persiguió a todos los
escritores – vivos o muertos- e hizo modificar legalmente su nombre
por el suyo con carácter retro activo. De la noche a la mañana, el
emperador pasó a ser autor de todos los libros de todos los estantes
de todas las librerías habidas y por haber. La ciudadanía fue
obligada a escribir como una patada en el culo por decreto ley. La
ortografía fue considerada esoterismo. La gramática, una leyenda
urbana. Todos los diccionarios de sinónimos ardieron en hogueras
avivadas por tertulianos de prensa rosa. Cuanto más incomprensible e
inconexo, mejor. Aquel que cumplimentara documentos oficiales
utilizando caritas sonrientes, era condecorado. En la recta final del
reinado se ordenó ejecutar a todos los primogénitos nacidos antes
de la LOGSE. El último
delirio del monarca fue el de arrancar la lengua y amputar las manos
de todo aquel que le sobreviviera. Se dice que los ciudadanos crearon
un impuesto voluntario. Donaban gustosos una porción de su salario
para cubrir los gastos médicos de su caudillo, para la preservación
de la literatura.
No hay comentarios:
Publicar un comentario