Me
sorprendo a mí mismo en plena noche recitando en voz alta números
aleatorios de dos cifras. No. No es la serie premiada de la lotería. Ni la
combinación de una caja fuerte que contiene el esperma congelado de
un icono pop de los ochenta. No se trata de la frecuencia de radio de una
emisora secreta del ejercito ruso. Nada de coordenadas estelares de
una base marciana. Tampoco es todo lo que recuerdo de ese número
de teléfono.
Esos
dígitos son la clave para armar una bomba.
Sin
detonador.
Lo
cierto es que tanteo con números como podría coser recetas de
cocina. Como podría dar masajes a bloques de mármol. Vomito cifras
inventadas por el simple placer de irritarme la garganta. Balbuceo los resultados imaginarios de ecuaciones complejas para implicarme en algo
que carezca de sentido. Para ajustarme la corona del reino de la
nada.
Yo tengo... o más bien tenía... de escribir el abedecedario una y otra vez hasta llenar una hoja entera. Hasta en draconiano me atrevía a escribirlo.
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