Por la mañana, nada más despertarse, atiende a los prestigiosos medios internacionales que llevan meses esperando la cita que hace un año les prometió su secretaria. Se pasa lo que resta hasta el almuerzo atendiendo a las excelsas medias nacionales. Las medias de las decenas de periodistas recién licenciadas que se personan en su domicilio para suplicarle una entrevista fugaz y sin compromiso.
Al medio día, justo antes
de comer, firma autógrafos a cientos y recibe regalos (la mayoría de ellos son
lencería fina usada) a miles. Por la tarde pasea por los
múltiples parques de la ciudad en los que han erguido recias estatuas en las
que se le representa en pose heroica, con rostro de galán y a lomos de un
indómito corcel. Contrata a vagabundos para que protejan con su vida a las estatuas
de los vándalos y de la mierda de las palomas. Contrata a indigentes para
ejercer de guardaespaldas de pedazos de mármol, y les paga utilizando la ropa interior que le han regalado
anteriormente. Convierte bragas sucias en moneda de curso legal, y a nadie
parece importarle. Terminado ese imprescindible tour, vuelve a casa para pasar lo que queda de día re visionando algunos de los millones de documentales y Biopics
sobre su persona que emiten por la televisión a todas horas. Finalmente, al caer la noche, se duerme como un bebé. Se
duerme fino y ligero sabiendo que, si quisiera, podría escupir sobre cien
folios en blanco, y que eso se convertiría
en un Best Seller en menos de veinte cuatro horas. Duerme tranquilo y satisfecho
al saber que la ficción, su ficción, se ha tornado realidad.
Y ese es su día a día ficticio. Su
rutina imaginaria. Esa es la otra vida en la que ha escrito ( y no para de
escribir) obras magnas. Obras que revolucionan el simple concepto de literatura
y lo elevan y trascienden a la altura de la nuez de Pau Gasol. Pero una vez
aquí, en el mundo de los monstruos, no hay cosa que aborrezca más que las
letras. Dicen que es capaz de inventar las excusas más inverosímiles para no
tener que escribir ni la lista de la compra. Y no tanto por miedo al fracaso
como por terror al intento.
Se podría jurar que llegado
el momento prefiere hacer castillos de naipes con dinamita a poner dos palabras
seguidas. Que prefiere hacer malabares con recién nacidos a tener que revisar
la ortografía. Se le podría incluso acusar de pasarse el día organizando una vida que le
horrorizaría alcanzar. De
guionizar sus pesadillas.
Irónico...
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