Los médicos dicen que tengo un serio problema de concentración, pero lo que ocurre en realidad es que soy una deidad muy comprometida con sus creaciones. No es que siempre me deje el gas abierto y las llaves dentro del coche. Es que estoy demasiado ocupando rescatando princesas en reinos imaginarios, demasiado atareado mediando en conflictos armados entre continentes inventados.
La ficción es un hijo mimado que requiere atención
constante. Los médicos no lo admitirán, pero la ficción perpetua es una
minusvalía sin reconocimiento social. Pero está claro que no soy exageradamente
despistado, sino un padre protector que
no le quita ojo a sus abortos mentales. Y la prueba de mi férrea capacidad de concentración
es que jamás me he quedado embobado bajo ninguna circunstancia. He organizado cenas de gala y ganado medallas
olímpicas mientras cruzaba la calle. He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca
de las puertas de Tannhaüser cuando se me estaba quemando la cena. He llegado incluso a seducir
y colonizar a todas y cada una de las cheerleaders de los Lakers a cámara lenta,
pero nunca, jamás, he mirado el reloj tres veces seguidas en menos de un minuto.
Lo que se dice, vivir en las nubes
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