Provengo de una
estirpe de buzos. Desciendo de un linaje de submarinistas. Aprendí a bucear
antes que a gatear, y a decir inmersión
en apnea antes que mamá y papá. Así que si me paso las tardes sumergido
hasta las rodillas en fuentes públicas para
rapiñar las monedas que lanzan los turistas al pedir un deseo, no es porque forme parte de la brigada de limpieza de parques y
jardines del ayuntamiento, sino únicamente para preservar el legado familiar.
El abuelo de mi abuelo descubrió que sus vecinos arrojaban la mitad de sus ahorros al agua encharcada
mientras cerraban los ojos y deseaban un coche nuevo. Mi abuelo lo que hacía
era pescar toda esa pasta abandonada y dar la entrada de un coche con el botín.
El abuelo de mi abuelo sospechaba que uno puede ver de cerca sus sueños si se
aprovecha de las estupideces que los demás están dispuestos a hacer para agarrar
los suyos. Mi abuelo lo corroboró al mismo tiempo que elegía el color de la tapicería de su berlina. Y así
nació el negocio familiar, el negocio que me llena la nevera y me paga las
vacaciones en el extranjero y las multas por lavarme en la vía pública. Podría
considerarme a mí mismo un caza tesoros urbano. O un pirata de asfalto. Y
quizás aún estaría siendo humilde y demasiado poco poético, pero lo cierto es
que me contento con autoproclamarme pescador de sueños rotos; que es un título muy
cursi pero que suena mejor que ladrón de calderilla mojada y oxidada. Pero títulos nobiliarios aparte, el negocio existe. Aquí hay materia prima. La gente lanza una moneda mientras pide
un deseo y ya está, luego la da por perdida. Luego nadie vuelve a reclamar ni a
recuperar su moneda aunque el sueño no se haya cumplido. Nadie interpone nunca
una denuncia por estafa a la divinidad de turno. Ahí está el truco. Si pasa el tiempo suficiente se considera que la moneda ha sido
abandonada. Mi abuelo esperaba una semana antes de la recolecta, porque decía
que eso era lo que se tardaba en renovar el carnet de conducir en su
ayuntamiento. Y que los milagros no podían tardar más que un trámite
administrativo, decía. Mi padre, con la llegada de las nuevas tecnologías, lo
redujo a dos días. Por lo de la inmediatez de la comunicación por teléfono
y todo eso. Yo lo que hago es saltar de
cabeza a la fuente en cuanto el pardillo
del día se ha dado la vuelta. Seguramente mi hijo le quitará las monedas a la
gente antes de que saquen el monedero, antes si quiera que vean la fuente, pero
eso ya es otra historia. Y ya se las apañará él para buscarse un título poético
a la vez que evasivo con la realidad. Ya se las apañará él para convencer a su
hijo de que su padre es más submarinista que basurero.
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